martes, 18 de enero de 2011

"Lágrimas de Luna" Cap.2

I


Suspiré. Doce años me parecían muy pocos como para llevar tantas muertes a cuestas. Poco a poco me había ido quedando sin familia y la luz de la esperanza cada vez era más tenue, hasta que apenas podía ya iluminarme con su mortecina luz. Podía sentir como los sentimientos bullían en mi interior. Me odiaban por no dejarlos fluir, por lo que se amontonaban y gemían con furia, golpeándome el estómago. Mis demonios me atacaban continuamente y se burlaban que mí, que más parecía una muñeca de porcelana que una persona.
Aunque había vuelto a la luz del día e incluso a sonreír, la soledad me sentaba fatal y no podía evitar recordar a Karen en el ataúd, como si sólo estuviera dormida. A veces imaginaba que ella estaría con nuestros padres y que eran muy felices allí dónde estuvieran y no podía evitar querer reunirme con ellos.
A pesar de todo, Selene y Lucas seguían visitándome cada tarde desde el fallecimiento de Karen, para intentar animarme un poco. Se lo agradecía de todo corazón. Según Selene, había llegado al agujero de mi donut y que ahora me sentía confusa y triste, pero cuando siguiera mordiendo y engullendo felizmente, todo volvería a la normalidad. En esos meses trágicos, agrandé mi amistad con Lucas, que en fin de semanas, ya entrada la noche, se quedaba conmigo cuando Selene tenía que irse de mala gana a las siete de la tarde para cuidar de su hermano pequeño.
Lucas traía la guitarra consigo, pues sabía que me encantaba escucharlo tocar y se había aprendido los acordes de “Your Call” del grupo Secondhand Serenade expresamente por mí, porque sabía que era mi canción favorita. Nunca entendí por qué se quedaba hasta tan tarde sólo por mí. Y una vez, mientras él tocaba la canción, haciendo vibrar las cuerdas con dulzura, se lo pregunté.
-Silver.
-¿Sí?- inquirió sin parar la música, dándole un ambiente precioso y agradable a la habitación. Cuántas veces he querido recrear ese momento en mis oídos, pero sin él tocando, la música no suena tan bien.
-¿Por qué lo haces?
-¿El qué?
-Ya sabes, quedarte aquí por mí.
-¿Ha de haber un por qué?- preguntó con una dulce sonrisa- Además, tú misma lo has dicho. Lo hago por ti.
Huelga decir que esa frase jamás la he olvidado y que deseé mil veces que me la dijera todas las noches. Pero a Silver sólo le salen las cosas del alma una vez al día, según dijo en una ocasión, y que si las repetía, parecía sobreactuado.
De nuevo, todo parecía haber vuelto a su cauce. Pero, pobre de mí, no podía estar más equivocada. Jamás olvidaré ese día, 20 de junio, en el que se me partió de nuevo el corazón.

Ese día, Jennyfer estaba enferma y no pudo ir al colegio, pero yo ya sabía de sobra el camino, aunque se me hizo raro no ir hablando con ella. Caminé por las calles desiertas y frías, con las manos en los bolsillos de la cazadora y la mente muy lejos de allí. Cuando llegué a clase, Selene no me esperaba en la puerta. Preocupada, miré en el interior, pero tampoco la divisé.
Con la esperanza de que tal vez sólo se hubiese retrasado, me senté en mi sitio. Ya estaba en primero de educación secundaria y nos habían cambiado de clase. Ahora no estaba al lado de Selene, que estaba un asiento hacia tras en diagonal y las mesas estaban separadas, formando cinco filas perfectas. Yo estaba pegada a la pared. Delante de mí se sentaba una chica llamada Izzy, que no solía hablar mucho, detrás tenía a otra chica llamada Shelby, que había entrado nueva ese año y a mi lado estaba Samuel, un chico en el que no me había fijado mucho pero que, ahora que me dio por mirar, era guapísimo.
La profesora de literatura entró con su característico paso elegante que casi la hacían parecer de la aristocracia. Cuando cerró la puerta tras ella, mis esperanzas de ver a Selene cruzando rápidamente la puerta se desvanecieron en el aire.
Era la primera vez en todo el año que mi amiga faltaba a clase y, aunque me ha extrañado muchas veces que nunca se pusiera enferma, esto me parecía más raro aún. El día, sin embargo, transcurrió rápido aunque en los cambios de clase me sentía un poco incómoda estando en silencio, sin Selene parloteando a mi lado.
Gracias a Dios, Silver no se había puesto enfermo aquel día y pasamos un recreo de lo más normal, comentando lo difíciles que eran los exámenes de ese curso y de que pronto sería el cumpleaños de Selene.

Me sentía con el estómago revuelto al llegar a casa y apenas probé bocado. Subí a mi habitación y encendí el flexo de mi escritorio, pues el día estaba muy nublado y no se veía muy bien.
Los deberes de aquella tarde me resultaron más complicados que nunca o puede que se debiera a la sensación de malestar que había tenido todo el día. Tuve unas ganas horrorosas de llamar a Lucas o a Selene y contarles que tenía un mal presentimiento sobre algo, pero yo misma reconocí que era una estupidez y no quise molestarlos, ni tampoco podía contarle mis penas a mi prima, pues sería injusto atacarla con mis paranoias estando ella indefensa.
El timbre de la puerta de entrada resonó por toda la estancia. Me pregunté mil veces quién sería en el escaso periodo en el que bajaba las escaleras y llegaba a la enorme puerta de madera oscura de dos hojas. Agarré el pomo y abrí. Si ese no hubiera sido un momento tan triste, me habría parecido cómico recordar con qué indecisión abrí.
Era Selene. “Por fin” pensé con alivio.
-Hola- saludó tímidamente. Parecía molesta o triste por algo.
-¿Qué te ocurre?- le pregunté preocupada.
-Aly, sé que todo esto para ti no es nada fácil- comenzó a decir, mordiéndose el labio inferior- que estás muy hundida y, probablemente, esto te hiera más. Soy tu mejor amiga y tú la mía, y debería estar cuidando de ti, pero lo siento.
Deseé con todas mis fuerzas olvidar esas palabras y, sobre todo, que nunca hubiera pronunciado las que venían a continuación.
-Me voy, Alyson.
Con lágrimas en los ojos y un enorme nudo en la garganta, me abracé a ella con fuerza, como si así impidiera que se fuera, obligándola a quedarse conmigo.
-¿Por qué?- acerté a preguntar entre sollozos, con el rostro hundido en el hombro de mi mejor amiga.
-Mi padre tiene un nuevo trabajo en Connecticut- soltó de golpe. En ese momento supe que me estaba ocultando una parte importante de la verdad, pero lo dejé pasar. No entiendo aún por qué no le pregunté el verdadero motivo. Tal vez porque apenas podía hablar entre los sollozos de las dos, o porque presentía que ella ya estaba lo suficientemente destrozada como para encima decirle mentirosa. Muchas veces he pensado que era yo la que no quería saber toda la verdad. Pero también pensé que si ella me mentía, era que tenía que hacerlo.
Sin embargo, abrazada a ella con fuerza, con las lágrimas corriendo por mis mejillas y la tristeza doliéndome en el pecho, no pude pensar otra cosa que no fuera que ya la echaba de menos. Mis queridos se estaban marchando uno a uno demasiado rápido para que yo pudiera hacer algo por evitarlo.
Nos separamos, las dos con las mejillas rojas y los ojos llorosos. En ese momento, los de ella me parecieron mucho más verdes y distantes.
-Lo siento, de verdad- dijo- Yo tampoco quiero irme.
-Pero tienes que hacerlo- contesté con voz temblorosa. Selene asintió con la cabeza. Me dio un beso en la mejilla y, sin más dilaciones, se fue. Con la cabeza gacha, alicaída. Con los hombros tensos y paso lento y pesaroso. Pero se fue para no regresar. En algún momento de su trayecto, se volvió  y me sonrió.
-Intento protegerte- susurró más para ella que para mí- Entiéndelo.
Retuve esas palabras en mi mente para siempre. Y aún hoy no he conseguido descifrarlas.

Una vez ella se hubo ido, subí a mi habitación y me tumbé en la cama. Tuve ganas de dormirme hasta que ella volviera o de nunca levantarme de allí. Comencé a llorar desconsoladamente, confusa por el maremágnum de sentimientos que se agolpaban en mi interior. De repente, todos los desastres de mi vida formaron un inmenso huracán y, justo en el medio, estaba yo, intentando salir a duras penas.
No recuerdo cuantas horas estuve así, perdida en el agujero negro, pero sé que en algún momento me desperté, con las mejillas acartonadas a causa de las lágrimas y una desagradable sensación de vacío. La imperiosa necesidad de desahogarme hizo que cogiera el teléfono inalámbrico y marcara el número que llevaba grabado a fuego en el corazón. Estaba segura de lo que había sucedido, pero por alguna razón que desconozco, me negaba a aceptarlo.
Selene no contestó. Y eso significó que lo que yo intentaba corroborar era cierto. Se había ido de verdad.
Otro número fue marcado inconscientemente. Sentía los dedos ajenos mientras pulsaba los números, como si un “yo” demasiado desesperado y necesitado de cariño le pidiera al teléfono una señal de socorro.
-¿Sí?- sonó una voz tras el auricular.
-Silver…-murmuré con la voz temblorosa.
-Ya lo sé, Aly- me dijo con voz dulce- yo también voy a echarla de menos- no me sorprendió que lo supiera, pues Lucas siempre era capaz de leerme los sentimientos con tan sólo escuchar el timbre de mi voz.
Me mordí el labio inferior, intentando contener las palabras que purgaban por escapar de mis labios. No fue bastante. Aparte de hacerme daño, lo dije.
-Te necesito- me arrepentí en seguida.
-¿Te apetece que quedemos en la cafetería?- preguntó, intentando animarme. Asentí con la cabeza, incapaz de decir nada de lo avergonzada que estaba.
-Sí- acerté a decir, consciente de que no me veía.
-Nos vemos en el Tom’s en media hora.
-Vale- respondí. Colgué. Huelga decir que me sentí mejor sabiendo que Silver estaba conmigo y me apoyaría.
Pero lo que yo creía saber sobre Lucas, no era más que su armadura y que había demasiadas cosas que no sabía de él. No hacía falta tener poderes mentales y psíquicos para adivinarlo, tan sólo tenía que dejar mi ceguera y fijarme más en los hechos que ocurrieron durante aquel verano.
Ahora, cuando los repaso mentalmente, sigo sin saber quién es el verdadero Lucas tras su carcasa, pero creo que no me quedaré con las ganas de averiguarlo.

domingo, 16 de enero de 2011

"Lágrimas de Luna" Cap. 1

II


Algo me despertó, sobresaltándome en mi cama. Un breve zumbido y una insistente campanita taladraban mis oídos. Para mi sorpresa, sólo era un móvil que alguien había dejado en mi mesita de noche y que había causado que yo estuviera con el corazón encogido del susto, al borde de un ataque de nervios. Lo cogí y apagué la alarma con un suspiro de alivio.
Según la pantallita luminosa, eran las siete de la mañana y, cayendo en la cuenta, descubrí que era viernes, con lo cual el día anterior fue jueves. Sí, yo y mi mente pensante. Aunque va con un poco de retraso.
La puerta de mi habitación se abrió vacilante. Tras ella apareció mi prima Jennyfer, que sonrió al verme despierta.
-Buenos días, marmota- saludó, dirigiéndose hacia la ventana y subiendo la persiana. El sol ya se veía por entre los edificios de ladrillo y me deslumbraba con la diáfana luz. Agradecí que ese día hubiera clase, porque Selene me había comentado el día anterior que tenía un amigo en primero de educación secundaria que volvía hoy de un viaje a Canadá y que estaría encantado de conocerme. Nunca había mantenido ni dos o tres palabras más allá de saludos y palabras superficiales con chicos, por lo que estaba un poco nerviosa.
Dejé que Jennyfer me arrastrara escaleras abajo, una vez me había vestido y adecentado, a desayunar. Constantemente me apremiaba a que comiera más rápido y yo le respondía con bufidos de queja. Juré por todo lo sagrado que la próxima vez me levantaría más temprano.
Reconozco que tía Maryse fue muy amable al prepararnos el desayuno para el colegio y meternos los libros necesarios en la maleta para ese día, cosa que debería haber hecho yo pero, obviamente, lo pasé por alto. Durante el trayecto de casa a la escuela, Jennyfer estuvo parloteando de sus amigos y de toda la gente que conocía, con ese mismo tono simpático y meloso al que yo todavía no me había acostumbrado. Cuando llegamos por fin a nuestras respectivas clases, Selene me esperaba en la puerta con una sonrisa abarcando todo su agraciado rostro, de oreja a oreja.
Me despedí de Jennyfer y entramos, sorteando el maremágnum de alumnos. Nos sentamos en nuestro sitio del final y sacamos los libros correspondientes. Una bolita de papel dio de lleno en la cabeza de mi amiga, rebotando y cayendo en la mesa de ella. Miró enfadada a un chico y me pregunté cómo supo que había sido él si tenía la nariz metida en un libro.
-Harrison, sé que has sido tú- acusó a un chico. Éste la miró con gesto dolido y una irónica sonrisa. Tenía el pelo negro y los ojos azul claro, límpidos y casi transparentes.
-¿De qué se me acusa?- preguntó con un deje de sarcasmo.
-De ser imbécil- respondió Selene, tirándole la bola de papel, que éste atrapó al vuelo.
-Oh, vamos, si ya sé que me tienes unas ganas horrorosas.
-Sí, de matarte, Demian- dijo ella con un mohín de enfado.
El tal Demian soltó una carcajada y se sentó junto a su compañero, con el que chocó la mano.
Las clases de la mañana pasaron rápidas y amenas, gracias a Dios. Cuando la campana que daba paso al recreo hizo estremecerse a todo el colegio, los alumnos salieron en tropel hacia el patio.
-Lo odio- exclamó Selene, apretando el zumo que llevaba en la mano con furia. Menos mal que ya se lo había terminado.
-¿A quién?- pregunté, pues había olvidado el incidente de la bolita.
-A Damien Harrison, por supuesto- dijo tirando el tetrabrik vacío y alzando las manos con desesperación. Me encogí de hombros, justo cuando un chico se acercaba a nosotras con una sonrisa. No sé si se me quedaría cara de idiota, porque no la vi, pero seguramente hasta se me estuviese cayendo la baba.
-Hola- saludó con una sonrisa. Tenía los labios gruesos y de un color muy suave. El pelo era castaño y le caía sobre unos impresionantes ojos grises, que me impactaron mucho pues nunca había visto ese color tan raro.
-Lucas- contestó Selene- Ésta es Alyson, la chica que te dije.
-Encantado, Alyson- dijo dándome dos besos en las mejillas- Yo soy Lucas Grest.
Lucas no era el típico chico guaperas-creído-americano del que todas las chicas están perdidamente enamoradas y que todas sueñan con hacer con él en la cama de todo menos dormir. Según fui descubriendo años después, Lucas era un aficionado del dibujo y lo hacía verdaderamente bien, pues siempre me los enseñaba cuando terminaba un nuevo dibujo. Tocaba la guitarra eléctrica de muerte y le gustaba la música rock a todo volumen.
Unos meses después, se me ocurrió apodarle “Silver”, por el color plateado de sus ojos. Él lo aceptó y dijo que le encantaba y que cuando fuese una estrella del rock internacionalmente famoso, ése sería su nombre artístico.
Pensé que me enamoraría de él sin remedio, pero lo único que despertaba en mí era una fuerte y sincera amistad, que se incrementó con los años hasta convertirnos en la sombra del otro. Ya no existía un “yo” sin Selene y Lucas, eran como una prolongación de mi cuerpo y cuando nos separábamos parecía que me habían cortado un brazo o una pierna.
Aquella fue la mejor época de mi vida. Tenía unos muy buenos amigos, Jennyfer y yo cada vez estábamos más unidas y tío Henry había conseguido por fin ascender en el trabajo.
Aunque todo era una rutina, no me importaba. Los días lectivos, Jennyfer y yo íbamos juntas a clase, dónde me encontraba con Selene. En el recreo, ella y yo nos reuníamos con Lucas y de nuevo iba a casa con Jennyfer. Los llamaba por las tardes y los días de fiesta y fines de semana salíamos por el centro.
Sin embargo, y odio decirlo, la felicidad no es eterna y uno no puede pretender que lo sea.
Acababa de cumplir doce años y hasta el día 14 de mayo de ese año todo había ido sobre ruedas y cada día estaba más feliz con mi vida, hasta tal punto de olvidar los dos años previos, antes de que muriera mi padre.
Unos golpes en la puerta me sacaron de mi embelesamiento, mientras leía y escuchaba música.
-Adelante- dije. Pensé que sería Jennyfer, pues algunas tardes venía a mi cuarto con su propio libro a leer en mi compañía, pero me sorprendió ver a tía Maryse, con el rostro desencajado de dolor y lágrimas rodando por sus ojos. Me levanté de la cama y la abracé con fuerza.
-¿Qué ha pasado, tía Maryse?- pregunté preocupada.
-Tu…hermana- consiguió decir entre sollozos.
-¿Qué?- inquirí cada vez más nerviosa.
-La han…- me miró con dolor- asesinado.

Me quedé totalmente en blanco. Y aún no podía asimilarlo una vez estuvimos en la morgue, para identificar su cadáver. Y todavía no me lo creía ni siquiera cuando estaba arrodillada a su lado, en el entierro. El ataúd estaba abierto a petición mía, quería verla de verdad por última vez.
Seguía tan bella como siempre. Con el pelo castaño arremolinado alrededor de su rostro, blanco marmóreo, como el resto del cuerpo.
Su garganta presentaba un corte, que ya era una pálida cicatriz. El asesino no había dejado ninguna huella, nada que fuera una pista. Habían encontrado el cuerpo de Karen en un callejón, tirada de cualquier manera entre bolsas de basura, como una muñeca desechada y una única herida en el cuello.
La lloré durante tres días con sus noches, hasta tal punto de tener los ojos rojos e hinchados y la piel lívida y acartonada por las lágrimas.
No dejé de culparme por no haberla echado de menos y toda la rabia y el odio se acumulaban en mi interior, bullendo y haciéndome desfallecer a cada momento.
En algún momento de aquella época dejé de comer y de vivir. Sólo era un cuerpo sin alma, un juguete sin cuerda y andaba dando palos de ciego. Recibí atención médica y psicológica, hasta volver a sentirme un poco yo misma e incluso volver a salir a la calle con Selene y Lucas, que me ayudaron y apoyaron en todo momento.
Pero esa no fue la única mala noticia de ese año.

sábado, 15 de enero de 2011

"Lágrimas de Luna" Cap. 1


I

A pesar de todos los años que me separaban del accidente, las noches lluviosas como ese fatídico día aún me transportaban allí en sueños, hasta cuando tenía sólo seis años. Los policías no estuvieron más que veinte minutos preguntando a mi hermana sobre mi padre y, aunque a veces le temblaba la barbilla, Karen supo contener las lágrimas, evitando desmoronarse ante aquellas personas. Yo, sin embargo, seguía sin comprender qué había sido de mi padre y aguardaba pacientemente en una esquina del salón, mirando fijamente a Karen y escuchando con atención sus respuestas.
Cuando los hombres se fueron con toda la información necesaria, pude ver desde mi escondite cómo Karen se enjugaba las lágrimas y ahogaba un par de sollozos. Ni siquiera aún hoy puedo comprender por qué se mostraba tan reacia a llorar, pero ella tendría sus razones.
Se acercó a mí y me cogió en brazos, apretándome contra ella y abrazándome muy fuerte, como si temiera perderme a mí también. En silencio, volvió a subir las escaleras hasta mi habitación, de nuevo conmigo en brazos y sin la misma ilusión que una hora antes. Me sentó en la cama y me arropó bien.
-¿Quiénes eran esos señores?- le pregunté con curiosidad.
-Policías- contestó con una sonrisa- han visto a papá.
-¿Y cómo está?- inquirí, preocupada.
-Muy bien, pero ha tenido que irse. A un lugar muy lejos.
-¿Dónde?
Karen quedó muda por un momento, tal vez incapaz de seguir o pensando algo creíble para mi inocente mente.
-Pues a un sitio dónde hay muchos árboles y el sol siempre brilla. Ya verás que contento estará allí papá.
Asentí, dándome por convencida.
-¿Volverá?
-Por supuesto, Aly- dijo, inclinándose a darme un beso en la frente-, y ahora a dormir, que es muy tarde.
No dije nada más esa noche. Y durante los meses posteriores no me atreví a sacar el tema. Simplemente, me decía a mí misma que Karen nunca me había mentido y que era verdad que mi padre estaba en un lugar mejor. A veces lo imaginaba en un jardín paradisíaco, rodeado de papeles y las gafas caídas sobre la nariz, como siempre que trabajaba.
Intentaba pensar en él todas las noches, antes de quedarme dormida, para poder recordarle siempre. Pero conforme el tiempo pasaba, mis recuerdos se fueron erosionando. No sé si me olvidé de él de repente o si creé mi propia barrera a prueba de dolor, y por eso su recuerdo no podía pasar. Sólo recuerdo que, un día, no podía recrear su rostro en mi mente, como tantas veces atrás había hecho. Al contrario de lo que yo creía, este hecho no me produjo ningún dolor ni remordimiento e incluso me alegré de que la presión que sentía en el pecho y el nudo de mi garganta desaparecieran junto con él.
A veces veía una foto suya, de esas antiguas que Karen insistía en seguir conservando, y automáticamente apartaba la vista. No había dejado de quererle, pero sí de intentar mantenerlo vivo en mi memoria, pues mi corazón sabía perfectamente que ya no estaba y que nunca iba a volver. Aunque por aquél entonces, seguía esperando cada día su regreso.
Día sí y día también lo imaginaba entrar por la puerta, cargado de maletas y paquetes de regalos, con el pelo oscuro revuelto y su típica sonrisa de victoria cuando decía que había ganado. No hace falta decir que mi espera fue en vano y malgasté en balde horas y horas frente a la puerta.
Huelga decir que, como es normal, tanto Karen como yo crecimos. Ella había alcanzado ya los veinte años y yo acababa de cumplir los diez años. Mi hermana cada vez pasaba más horas fuera, ya fuese en la Universidad o trabajando, hasta el punto de pasar un día con su noche sin pisar nuestra casa. Pero tenía que hacerlo, para cuidar de mí.
Y un día, sin previo aviso, Karen abrió mi maleta rosa y comenzó a meter ropa.
-¿Qué haces?- le pregunté, preocupada ante su distante comportamiento de ésos días atrás.
-Te vas a casa de la tía Maryse- contestó sin mirarme. Al principio no supe procesar bien la información que me daba pero luego, al cabo de unos minutos me di cuenta de que lo que ella pretendía era librarse de mí para no tenerme cargada a su espalda y quitarse el peso de tener que cuidarme.
Lo acaté sin quejarme. Ni el más leve atisbo de tristeza cruzó mi rostro. Ni el suyo. Durante el trayecto hacia la otra punta de la ciudad no dijimos nada y se nos hizo raro a las dos, acostumbradas a hablar sobre cualquier cosa banal y divertida mientras íbamos en su coche a cualquier sitio. Durante un momento fugaz y único, imaginé que mi hermana daba la vuelta y nuestra vida seguía siendo la misma, pero no vi arrepentimiento en su rostro en ningún momento. Y cuando llegamos a la enorme casa victoriana de tía Maryse, me bajé del coche, cogí mi maletita con mis más valiosas pertenencias y cerré de un portazo a modo de despedida. Por supuesto, Karen no era una chica impulsiva, ya había planeado mi estancia allí y no me sorprendió que Maryse Lawliett, hermana de mi padre, me recibiera con los brazos abiertos y una amplia sonrisa iluminando su rostro.
Mientras me decía lo bien que me lo iba a pasar allí con ellos, me conducía por una enorme escalera hasta el piso de arriba, hasta mi cuarto. Éste, bien iluminado y con una gran cama, era tres veces mayor que el del apartamento y no pude evitar sentirme muy pequeña.

Una vez instalada, con mi ropa en mi nuevo armario y mis objetos preciados y libros estaban repartidos por estanterías del mismo modo que en el apartamento, me senté en la soledad. El sol del mediodía era especialmente brillante pero sin llegar a molestar y se colaba tímidamente en la habitación, como si pidiera permiso para entrar. Había descubierto que mi tía ya había adoptado su apellido de casada y ahora firmaba con “Maryse Carter”, a parte de que me había recordado que tenía una prima con un año más que yo, es decir, once años. La última vez que vi a mi prima, Jennyfer Carter, ella tenía cuatro años y yo sólo tres recién cumplidos. Nuestra relación no era muy fraternal, pero hacíamos un esfuerzo por convivir en la misma habitación sin mirarnos con repulsión. No nos odiábamos, pero yo no quería ser molestada por ella y ella no quería que yo invadiese su vivienda.
Maryse me había hecho bajar a comer y no tuve más remedio que obedecer e intentar ser medianamente amable con Jennyfer.
Mientras comía silenciosamente, la observaba con curiosidad. Hablaba animadamente con Maryse, contándole todo lo que había hecho en el colegio. Algo me sorprendió internamente. La envidiaba.
Envidiaba que su familia la quisiera tanto. Que su madre no hubiese muerto en el parto. Que su padre no hubiese desaparecido. Que tuviese amigos…
Yo no los tenía, ni siquiera había un simple sentimiento de compañerismo cuando estaba en mi colegio, del que había tenido que quitarme pues ahora iría a otro que quedaba mucho más cerca de casa de tía Maryse. Mañana empezaba mi primer día allí y no me sentía asustada, pero aún así incluso hubiera preferido caer en la misma clase que mi prima. Descubrí que sólo había dos clases para cada curso. Ella estaba en sexto de primaria “A” y yo, por el contrario, en el grupo “B”.
Recorrí la estancia, llena de mis nuevos compañeros que elegían un asiento, junto con su mejor amigo o amiga.
Divisé un sitio al final del todo, dónde nadie quería sentarse y dejé mi maleta a los pies de la silla, mientras la abría y sacaba un cuaderno y un bolígrafo.
Una chica se sentó a mi lado, resoplando. Parecía haber recorrido toda la ciudad corriendo, pues jadeaba con la lengua fuera. Cuando se tranquilizó, tomó una botellita de agua de su maleta y se bebió la mitad de un trago. Dejó la botella en su mesa, junto a un cuaderno pintarraquedao y un lápiz con el extremo mordido, y clavó sus ojos claros en mí.
Ladeó la cabeza, pensativa. Tenía el pelo de corte recto y negro, ni largo ni corto y los ojos vivaces y color verde claro, casi tapados por el flequillo.
-Hola- saludó sonriendo.
-Hola- dije respondiendo con otra sonrisa, aunque más débil.
-Me llamo Selene Conolly- me tendió una mano- ¿y tú?
-Alyson Lawliett- contesté, estrechándola.
A pesar de que me prometí no acercarme mucho a la gente, Selene parecía muy simpática y extrovertida. En los cambios de clase, esperando que el próximo maestro llegase, ella me contaba su vida. Me hacía gracia la forma en la que lo explicaba todo, haciendo muchos gestos y comparándolo todo.
-Mi vida es como un donut- dijo para terminar.
La miré inquisitiva.
-Es deliciosa hasta que llegas al agujero y no sabes cómo seguir- explicó entre risas.
El primer día de clase y ya había hecho una amiga. Para mí era una sensación nueva y agradable y ya estaba deseando que fuese mañana para volver a ver a Selene.
A la salida, encontré a Jennyfer apoyada en el marco de la puerta de mi clase. Me pareció extraño que se hubiese tomado la molestia de venir a buscarme pero caí en la cuenta de que debería agradecérselo, pues aún no sabía el camino a casa desde allí.
-¿Qué tal tu nuevo día?- me preguntó mientras saludaba a un par de personas. En todo el trayecto no había parado de saludar gente y me pregunté si era famosa o algo por el estilo.
-Bien- contesté sorprendida ante la amable pregunta- He hecho una amiga.
-¿Quién?
-Selene Conolly- respondí con una sonrisa. Ella pareció dudar y luego su rostro se relajó.
-Ah, bien- sonrió- Es una buena chica.
-¿A que viene todo esto?
-¿El qué?- preguntó molesta.
-Esto de ser tan simpática- dije cautelosa.
Jennyfer pareció dudar y se encogió de hombros.
-Si vamos a convivir juntas, habrá que llevarse bien.
Tras esta respuesta, pensé que tal vez ella tuviese razón y deberíamos empezar de nuevo como primas que no se matan con la mirada.

viernes, 14 de enero de 2011

Prólogo

Era invierno. Llovía con fuerza sobre las calles de la ciudad. Eso es un detalle sin importancia pero, sin embargo, lo recordaré para el resto de mi vida, pues ese día fue el más lluvioso de aquel año y también el que lo cambiaría todo y marcaría un antes y un después en mi rutina.
Era 17 de octubre del año 2000 y por aquél entonces yo sólo tenía seis años. Me encontraba en mi cuarto, a oscuras y sin querer dormir pues estaba muy nerviosa. Mi padre había llamado al teléfono de casa, alegando que le quedaban diez minutos para llegar por fin de su largo viaje, en el que en su ausencia mi hermana Karen había cuidado de mí. Pero eso fue dos horas atrás. Pensé que sólo habían pasado cinco minutos, pero fueron dos largas horas en las que me negué a pensar que le había ocurrido algo a mi padre.
La puerta de mi cuarto se abrió, haciéndo que me volviera con ilusión. Pero no era él, sino Karen.
-Hola, pequeña- saludó con una sonrisa- ¿Y papá?
-No ha llegado- respondí dejándo que me abrazara.
-¿Cómo? Pero si me llamó hará un par de horas, decía que ya estaba llegando.
Me encogí de hombros. Lo mismo sabía yo de él.
Unos golpes vacilantes en la puerta de entrada sobresaltaron a mi hermana, que me cogió en brazos y bajó las escaleras hasta el salón. Creo que no hace falta decir que las dos deseábamos que fuese papá. Pero una vez más, no era él.
-¿Karen Lawliett?- preguntó el hombre, mientras mi hermana me dejaba en el suelo y lo dejaba pasar.
-Soy yo- respondió con cautela. El policía hizo gestos a un segundo para que escribiera algo en un bloc y a un par de hombres más para que entraran en casa.
Y entonces, supe que nada bueno saldría de esta visita a tan altas horas de la madrugada.